[Addendum #2 / 2&3Dorm #0 – “Vivienda social”]
“Así pues, las pretendidas soluciones de la ordenación urbana imponen a la vida cotidiana las obligaciones de la intercambiabilidad, presentadas como exigencias naturales (normales) y técnicas, a menudo como necesidades morales (los requerimientos de la moralidad pública). Lo económico, denunciado por Marx como la organización del ascetismo, incorpora todavía y siempre un orden moral. Propiedad “privada” implica vida privada, es decir, privatización. Lo que a su vez implica una ideología represiva en la práctica social y viceversa, disimulándose entre sí. La intercambiabilidad espacial no tiene lugar sin una cuantificación poderosa que se extiende por supuesto hacia los contornos del “hábitat” —el entorno, los espacios intermedios, los accesos y los equipamientos—. Las supuestas particularidades naturales —los sitios y los mismos cuerpos de los usuarios— desaparecen en medio de este proceso de homogeneización. La cuantificación aparentemente técnica es financiera en realidad y moral en esencia.
¿Desaparece entonces el valor de uso? ¿Esta homogeneización de fragmentos dispersos en el espacio, su intercambiabilidad comercial, implica la prioridad absoluta del intercambio y del valor de cambio? ¿Se definiría el valor de cambio por los signos del prestigio y el standing —por diferencias internas al sistema, reguladas por las relaciones entre las distintas localizaciones y el centro— de tal modo que el intercambio de signos absorbiera el valor de uso y reemplazara las consideraciones técnicas derivadas de la producción y de los costes de producción?
No, en absoluto. El adquiriente de espacio continúa comprando un valor de uso. ¿Cuál? No compra sólo un volumen habitable, conmutable con otros espacios, semiológicamente marcado por el discurso publicitario y por los dignos de cierta “distinción”. El adquiriente es tomador de una distancia, la distancia que liga su vivienda con los diferentes lugares, centros comerciales, centros de trabajo, de ocio, de cultura, de decisión. Aquí el tiempo entra de nuevo en escena aunque el espacio —a la vez programado y fragmentado— tienda a eliminarlo como tal. Ciertamente puede suceder que el arquitecto, el “promotor” o incluso el usuario compensen con los signos del prestigio, de la felicidad o del “estilo de vida” las desventajas de un lugar determinado. Esos signos se compran y se venden pese a su abstracción y a su concreta insignificancia y sobre-sentido (por eso proclaman su sentido, la compensación). Su precio sencillamente se añade al valor de cambio real. Se compra un empleo de tiempo y este empleo de tiempo constituye el valor de uso de un espacio. El empleo de tiempo tiene sus pros y sus contras, pérdidas y ahorros de tiempo, algo más, pues, que signos: una práctica. El consumo del espacio adquiere rasgos específicos. Difiere del consumo de cosas en el espacio pero no es una simple diferencia de signos y de significaciones. El espacio envuelve al tiempo. Cuando el espacio se escinde, el tiempo se aleja, pero no se deja reducir. A través del espacio se produce y reproduce un tiempo social, pero este tiempo social real se reintroduce con sus características y determinaciones (repeticiones, ritmos, ciclos y actividades). La tentativa de concebir el espacio por separado traduce una contradicción suplementaria, el esfuerzo para introducir por la fuerza el tiempo en el espacio y regular el tiempo a partir del espacio, tiempo reducido a un uso prescrito y sometido a una variedad de prohibiciones.”
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Extracto de “La producción del espacio”, cap. 5 – xvii, Henri Lefebvre.